Todos en el barrio sabíamos cuándo los gitanos iban a sacrificar a un galgo. Así, los domingos después de misa, de forma espontánea y en procesión, acudíamos expectantes todos los niños de los alrededores para contemplar a escondidas como ahorcaban, colgaban o en el mejor de los casos apaleaban al animal. Nos turnábamos, entre empujones nerviosos y alguna que otra pelea, por llegar cuanto antes a la mirilla de la puerta vieja y oxidada que nos permitiera observar y deleitarnos, degustando nuestro momento de gloria por estar ahí, asistiendo a tal primigenia hazaña. Primero iban los mayores, después los más fuertes y por último los más pequeños, débiles y reservados.
Cuando la gente se
agolpaba hasta no caber ni un alfiler, los gitanos rodeaban al galgo
y empezaban a tirarle piedras para cabrearlo. Yo y mis compañeros
nos moríamos de ganas por participar y apalear, pero nos estaba
vetado. De repente el cabecilla del clan me miró, invitándome con
sus gestos a coger un arma y pasar a la acción.
De lo contrario,
quedaría para siempre desterrado del grupo.
Entonces llegó el
coche patrulla y nos dijo que a jugar al balón a otra parte.
El círculo se abrió, se diseminó, y el galgo salió corriendo.
Volví a casa
mirando mis pies, y creí cruzarme con algunas gotas de sangre,
puede que suyas.
Y eso fue todo.
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