¡ Perro Gitano !




Todos en el barrio sabíamos cuándo los gitanos iban a sacrificar a un galgo. Así, los domingos después de misa, de forma espontánea y en procesión, acudíamos expectantes todos los niños de los alrededores para contemplar a escondidas como ahorcaban, colgaban o en el mejor de los casos apaleaban al animal. Nos turnábamos, entre empujones nerviosos y alguna que otra pelea, por llegar cuanto antes a la mirilla de la puerta vieja y oxidada que nos permitiera observar y deleitarnos, degustando nuestro momento de gloria por estar ahí, asistiendo a tal primigenia hazaña. Primero iban los mayores, después los más fuertes y por último los más pequeños, débiles y reservados.

Era, en ese especie de ágora maldita, donde sufrí mis primeros contactos con las realidades más básicas del sexo.



Cuando la gente se agolpaba hasta no caber ni un alfiler, los gitanos rodeaban al galgo y empezaban a tirarle piedras para cabrearlo. Yo y mis compañeros nos moríamos de ganas por participar y apalear, pero nos estaba vetado. De repente el cabecilla del clan me miró, invitándome con sus gestos a coger un arma y pasar a la acción.

De lo contrario, quedaría para siempre desterrado del grupo.















Entonces llegó el coche patrulla y nos dijo que a jugar al balón a otra parte. El círculo se abrió, se diseminó, y el galgo salió corriendo.

Volví a casa mirando mis pies, y creí cruzarme con algunas gotas de sangre, puede que suyas.

Y eso fue todo.


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