Cuando bajó
del tren, ya había decidido dejar de fumar y depilarse las piernas.
Le pareció lo más coherente para empezar una etapa bajo el uno de
los puentes del Sena. Pero tras asomarse a las vitrinas de las
“vaporettes” y ver los cigarrillos electrónicos, cambió de
opinión: París no era el lugar idóneo para cambiar de vida.
Volver.
Volver sería una solución
patética, tan patética y apetecible que no podía dejar de pensar
en otra opción pero, igualmente, ya estaba decidido. Además, en el
despreciable e infantil caso de volver, no tenía adónde… y si
algo me impulsó hasta aquí, sola, desorientada y sin esperanza, es
porque el pasado no sería tan suculento y estable como para
aferrarme a él.
Ese
mismo día, primeriza y virginal tenía mi primer casting. Debía
concentrarme y no dejar que esos sentimientos pusilánimes me
invadiesen. Y así, decidida, con ese brillo en la mirada que se
pierde con el desgaste del ímpetu, y una sonrisa de las que luego
duelen, paré el primer taxi que se acercó y le mostré, sin
pronunciar palabra, un papel arrugado que contenía la dirección de
mi futuro.
“L’Imaginaire” se
leía en letras doradas, al bajar del taxi. El taxi arrancó mientras
me aproximaba a la puerta. Toqué el timbre decidida. “¡Al
futuro!”
La puerta se abrió al
espectáculo de mi vida.
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